jueves, 28 de junio de 2007

Memorias del saqueo

Memorias del saqueo es un documental que se enfoca en determinados momentos de la historia argentina. Su análisis comienza, más o menos, con el gobierno de Menem, haciendo hincapié en los aspectos más relevantes, llegando hasta De la Rúa y su famosa huida en helicóptero.
Este film, mero reflejo de la realidad, me permitió recordar el pasado, todo lo vivido, lo ocurrido cuando todavía era una niña, y no tenía una verdadera noción de lo que sucedía; todo lo que, de algún modo, quise olvidar. Recuerdo haber visto esas imágenes rondando en la televisión y los diarios, haber hablado algo de estos temas en el colegio… pero no me daba cuenta de la dimensión de los hechos, de las consecuencias que traían, de lo que realmente ocurría en Mi país. Hoy puedo y hoy veo. Veo estas historias, esta realidad, este documental que muestra la corrupción, la represión, la pobreza, la inestabilidad, la desigualdad, la terrible condición en que se hallaba sumergida la Argentina. También puede que nos permita, y ojalá fuera así, aprender de nuestros errores, para así no volver a cometerlos. Pero una de las cosas más importantes que nos hace saber es que juntos podemos, la fuerza de la unión, un sentimiento y pensar común, “tirar todos para el mismo lado” es lo que nos permite dar vuelta la situación. ¿Por qué hoy veo esto, y años atrás no? No sé. Quizás porque crecí, o porque el mundo cambió, el panorama cambió, la situación ¿cambió? Con seguridad puedo decir que hace tres años no pasaba lo mismo que ahora; creo que de a poco fuimos mejorando, fuimos progresando. Algunas cosas sí, es cierto, empeoraron o siguen igual, pero en general, yo creo que estamos mejor. Posiblemente sea sólo el deseo de ver una salida lo que me mueve a decir esto, el pensar que tenemos esperanza, y que vale la pena luchar para alcanzarla.
A pesar de que al principio me pareció aburrido, “medio plomo” por tratar temas como política que no despiertan un gran interés en mí, debo reconocer que el material que presenta es impactante, y que me hizo reflexionar. En el texto de Alicia Méndez "La narración en Comunicación", reconocí algunos puntos en coherencia con el film de Solanas. Alicia habla de la historia oral, aquella que trabaja con fuentes orales apuntando fundamentalmente a su interpretación. En uno de sus párrafos, se establece que los Estudios Culturales “aportan a las investigaciones en historia oral conceptos relacionados con la idea de cultura, que permiten pensar las micronarrativas resultantes de las entrevistas no tanto en términos del encuentro intersubjetivo entre el entrevistado y el entrevistador, sino en una dimensión más amplia vinculada con la producción de sentido en la sociedad en un momento histórico determinado”. Analógicamente, lo que Solanas produce podría adoptarse como historia oral: él cuenta una historia, específicamente la argentina, utilizando un medio oral y visual, apelando a entrevistas y testimonios que nos permiten realizar una interpretación más extensa, haciéndonos incluso sentir identificados con el entrevistado (pareciera que, en cierta forma, nos acercara a él y a su realidad). Esta sensación es el principal fruto de la comunicación oral, y es el efecto que el entrevistador quiere lograr en el receptor. Aquí surge otro punto en común. En el texto se afirma que quienes “utilizan el método de la entrevista para hacer historia oral, trabajan no tanto con la información que obtienen de los informantes sino básicamente con la expresión de cultura que subyace a los testimonios”. Esto es lo que nos llega del film de Solanas, la vida, la opinión, la cultura de nuestra sociedad.






Nora Anzilutti

jueves, 21 de junio de 2007

Una crónica más: El niño de Villa Pueyrredón

Son casi las cinco de la tarde de un día sábado, en el barrio de Villa Pueyrredón, más precisamente sobre la calle Artigas y Franco. Un niño de aproximadamente 6 años, con la ropa sucia y rota, la mirada triste y unos cartones bajo el brazo, ingresa a un quiosco situado entre esas calles, atrás de él entraron dos hombres bien vestidos y una señora. El quiosquero vio al niño pero lo pasó por alto y atendió a los hombres, después quiso atender a la señora, pero ésta le dijo: -Atienda primero al niño-. El chico sacó un par de monedas de su bolsillo y le dijo al quiosquero: -Hola señor, tengo mucho hambre ¿me alcanza esto para un sándwich o un paquete de galletitas?- El quiosquero despectivamente le respondió: -Mirá, pibe, con esto apenas te alcanza para un par de caramelos ¡andante a juntar cartones y volvé cuando consigas más plata!-
Al niño se le llenaron los ojos de lágrimas, y cuando el quiosquero se acercó a la señora para preguntarle qué era lo que necesitaba, tomó uno de los sándwiches que estaban sobre el mostrador y salió corriendo, el quiosquero lo vio y comenzó a perseguirlo, logró atrapar al ladrón a unos veinte metros del quiosco, lo tomó del brazo sacudiéndolo, le tiró sus cartones, le sacó la comida y comenzó a insultarlo, el niño lloraba asustado y le decía: -Perdóneme señor, es que yo… yo y mis hermanitos tenemos hambre, pero le juro que no va a volver a pasar, se lo juro- El quiosquero no paraba de gritarle.
Ante este escándalo los vecinos se acercaron para ver qué era lo que estaba sucediendo, y entre ellos algunos comentaban: -¡¡¡Y claro!!! Chicos como este que ahora roban, en un futuro matan, violan…- Otros en cambio, defendían al niño y decían: -¡¡¡El quiosquero es un bruto!!! ¿Por qué no lo suelta? ¿No ve que lo está lastimando? ¡Es solo un niño que tiene hambre!- Pero no hacían nada al respecto.
La señora que estaba en el quiosco, tomó unos sándwiches y unos paquetes de galletitas, se los entregó al niño y le pagó al quiosquero, éste se quedó helado y soltó al niño, quien miró a la señora a los ojos y le agradeció desde el corazón.
Los vecinos al ver este suceso, comenzaron a aplaudir a la señora, la felicitaron, y hasta le ofrecieron dinero por los gastos. El quiosquero furioso, pero a la vez desconcertado por la reacción de los vecinos, cerró el negocio y se marchó del lugar.
Verónica C. La Rosa

martes, 12 de junio de 2007

La plaza Lonardi

Está en Villa Pueyrredón, detrás de la estación entre las calles Artigas, Cabezón y Condarco.

Una plaza: muchos juegos y muchos niños, también un grupo de chicos jugando al fútbol y otro a la paleta. Los padres están observándolos y algunos, mientras, charlan entre ellos.
En un sector de la plaza hay un grupo de cartoneros. Viven allí, hay bancos y frazadas, y debajo de ellos hojotas. Además, hay carros, changuitos, cartones y otros objetos que juntan; aprovechan una mesa y unos bancos de cemento como comedor.
Un grupo de señoras mayores conversa y unos jóvenes charlan y toman alcohol.
Más tarde, en la parte de la plaza que da a la calle Ladines, un grupo de gente de diferentes edades (adultos, jóvenes y niños) pasea a sus perros y conversa. Los más chicos juegan a la pelota y mientras tanto la mayoría de los perros se divierten entre ellos.
Hay un mástil sin bandera. Los bebederos algunas veces funcionan y otras no. Los jóvenes se reúnen donde se ubica la fuente, para tomar cerveza: varias chapitas adornan el suelo. La fuente, sin funcionamiento, presenta muchísimos graffitis, los cuales también figuran en las paredes. Las pintan los jóvenes por la noche, no hay vigilancia. Otra característica es la desprolijidad y ausencia en cuanto a la pintura: en el sector de los juegos las bases de cuatro subibajas sin sus tablas y en el arenero sobresale un caño poco visible, peligroso para los niños. El camino muestra bolsas tiradas, algunas cosas que llaman la atención: un elemento oxidado del tamaño de una rueda de auto incrustado en el suelo a un costado del camino exponiendo a todos a un posible peligro, y una casa verde localizada en un lugar alejado del centro de la plaza. Detrás de la fuente comienza un pasillo largo y angosto que se dirige al centro, al final hay bolsas y otras cosas tiradas que no se distinguen; cerca se huelen olores desagradables, algunas personas hacen sus necesidades allí.
En el lugar donde está la glorieta se instalaron los cartoneros, y es por eso que la gente ya no lo utiliza, pues antes muchas personas se sentaban allí a conversar y a leer el diario.
Observando bien la plaza, pudimos darnos cuenta de que en diferentes partes de ella se juntan ciertos grupos: en la fuente y saliendo de la boletería hacia la derecha se ubican los jóvenes; en la parte de los juegos los niños predominan y a su alrededor, sus padres o familiares; en los bancos enfrentados a los juegos por lo general se reúne la gente mayor; y por la noche del lado de la fuente que da a la calle Ladines se encuentra el grupo de los vecinos que pasean a sus perros; en el sector de la estación circula la gente que viaja.


JÉSICA SUJKA, MARÍA AGUSTINA MORETTI, KEILA GOMAR

lunes, 11 de junio de 2007

Historias de vida

Margarita Sánchez
Yo vivo en Villa Pueyrredón desde hace 64 años, cuando la mayoría de las calles eran de tierra. Pocas estaban asfaltadas, en la mayoría había una vereda y la zanja.
En ese tiempo, el lechero pasaba con un carro tirado por un caballo, el organillero recorría el barrio con un órgano, el barquillero tenía un tambor con una ruleta arriba, una rueda que giraba y te ganabas tantos barquillos (especie de cubanito) según el número que sacabas; el pavero solía caminar por el medio de la calle, llevando los animales caminando también y, cuando un cliente se acercaba, agarraba al pavo con un gancho de la pata y lo mataba; y el churrero utilizaba un carrito o triciclo.
La escuela primaria la hice en el Ejército Argentino (Nazca entre Cabezón y Obispo San Alberto). A los 14 años comencé a trabajar como costurera de paraguas, pero también trabajé en un taller de mallas de vestir, después como ayudante de modista, con mis abuelos en el almacén, celadora de micro escolar y ayudante de peluquería.
Normalmente, se hacían quermeses, donde había puestos de juegos como latas que debías tirar con una pelota, embocar en aros, muñequitas que pasaban y debías disparar con un rifle, etc. y si ganabas obtenías como premio un reloj y otras cosas. Jugábamos también en la calesita.
En el Club Deportivo Devoto o en el Pueyrredón a veces venían actores o cantantes. En las plazas se hacían cines utilizando como pantalla un camión con una tela.
En el barrio, las personas solían ser humildes, buenos vecinos; se formaba como una familia, se acostumbraba a sentarse en la vereda y a charlar con los demás.


Anabella Benincasa

Isabel Vidal
Nací en Villa Pueyrredón hace 67 años en la calle Condarco, entre Cochrane y Bazurco. La vida en esa época era totalmente distinta a la de ahora, era más tranquila y segura.
Mis abuelos criaban animales en su casa, como gallinas y conejos. Mis tíos tenían en la feria un puesto de verduras, compraban la verdura en el mercado, de donde la traían en lienzos o fardos. Una vez en casa, esos paquetes se abrían, la verdura se lavaba en un piletón y, con juncos, se hacían ataditos que luego vendían. En la feria había distintos puestos (quesos, almacén, verduras, frutas, especies, flores, carnes, fiambres) que, situados en ambas veredas, ocupaban dos cuadras y media, desde Franco a Nazca.
Cuando salía del colegio (República de Nicaragua), las chicas de la cuadra nos juntábamos en las veredas a jugar a la estatua, a la mancha, a las escondidas, a saltar la soga, al teatro de disfraces. Algunas veces íbamos al almacén, comprábamos 100 gramos de aceitunas y pickles para comer mientras jugábamos. Siempre estábamos en la calle o en jardines, nunca adentro. Podíamos estar afuera hasta tarde, porque no pasaba nada. En Navidad, por ejemplo, se hacían bailes callejeros después de las doce. Muchas veces bailaba con Héctor Mayoral (o “Conejo” como le decíamos en el barrio). Los muchachos con quienes nos juntábamos nos cuidaban y respetaban como si fuéramos hermanas suyas.
También bailábamos en el Centro Lucense, que quedaba en Vicente López. Allí íbamos para carnaval, pero siempre acompañadas por los chicos y algún familiar. Las mamás nos llevaban al Club Comunicaciones (ahora abandonado) a bailar o a ver a Juan D’Arienzo, Oscar Alemán, Héctor Varela.
En la Plaza Alem, se celebraban las fiestas patrias: venían cantantes o bandas, se armaba un escenario (palco), se colocaban banderas. La asistencia era obligatoria por el colegio. Enfrente de la plaza había un cine, los fines de semana íbamos a ver, por ejemplo, a Lolita Torres o Los Cinco Grandes del Buen Humor.
Los vecinos éramos una familia; cuando necesitabas algo, el vecino estaba siempre a disposición al igual que uno con ellos, la casa de uno era la del otro; había mucha unión.
La secundaria la empecé en el colegio Conservación de la Fe, que era de monjas, pero abandoné al año porque yo quería aprender costura, y aunque el título que otorgaba era como modista, tenía que estudiar además Historia, Geografía, entre otras materias y eso no me interesaba. Por lo menos, me enseñaron alta costura. Después igual seguí un curso aparte de modista. A los 14, trabajé para una casa de modas (Casa Andrew) gracias a una profesora. Yo me encargaba de las terminaciones de los vestidos de fiesta, todo a mano y mi horario era de 9 a 12, y de 14 a 19.
Había muchos vendedores ambulantes. A la mañana temprano pasaba “La panificación”, un camioncito que vendía panes parecidos a los que hoy conocemos como pan para panchos. También comíamos gofio, un polvo pegajoso amarillo semejante a la harina o maizena, que era riquísimo. Si mientras comías te hacían reír, te ahogabas. Se compraba en librerías que también eran kioscos.
Nori Anzilutti

Bajate de acá

Un 18 de junio, a las 14:30 horas, en un vagón de tren del ferrocarril General Mitre, una señora de bajos recursos, junto con su hija de aproximadamente doce años, la cual tiene gran parte de su rostro quemado, trata de ganarse el sustento del día vendiendo curitas. De repente, ingresa el guardia del tren y la interrumpe diciendo:
-Bajate del tren, vos acá no podés vender.
-¿Por qué?- Responde la mujer.
- Porque yo soy el que controla y vos no podés.
- Si no estoy molestando a nadie…
- A mí no me importa, ¡Bajate de acá!
- ¡Claro, vos vas con comisión con el otro vendedor!, ¿no es cierto? ¡No me podés echar así…! ¿No ves cómo está mi hija?
El tren justo se detiene en la estación Saldías.
- Muy sencillo, si no te bajás, no dejo arrancar el tren.
Una señora mira al policía con un gesto de “qué barbaridad” e interrumpe:
-Señora, ¿se puede bajar? ¿Tanta necesidad tiene de venir a vender a este tren? ¿No se da cuenta que nos atrasa a nosotros?
- ¿Y tanta necesidad tiene usted de meterse en lo que no le importa?- le responde otra pasajera, e irónicamente le sigue diciendo… - Usted parece ser la única retrasada de este tren ¿por qué no se baja?- ella hace una pausa y luego le dice a la mujer que vende: -Yo le compro señora- agarra una cajita de curitas y le da cinco pesos. La vendedora le agradece y a los demás también ya que comienzan a hacer lo mismo, exceptuando a la mujer retrasada y al guadia que sigue hablando:
- ¡Basta! ¡Bajate! Vos y tu nena, bájense ya. ¡Es la última vez que lo digo!
Y una vez que le compraron bastante, con una mezcla de dolor y furia le dice:-¡Ojalá nunca te pase lo que me pasó a mí!- La mujer toma a su hija de la mano y sale llorando. Todos miran al guardia y a la señora que estaba en contra de la vendedora, con caras de resentimiento, de bronca… pero ninguno de los dos se da por aludido.

AgUsTiNa MoReTTi

Un mal momento

Todo ocurre el quince de abril del corriente año, en el barrio Loma Hermosa ubicado en el partido de San Martín, provincia de Buenos Aires.
Está amaneciendo, son alrededor de las seis y media de la mañana, horario típico de la salida de los adolescentes que van a bailar. Como siempre está el hombre que vende las facturas, el carrito que va de un lado para el otro vendiendo choripanes, panchos y hamburguesas.
En un momento empiezan a discutir entre dos “banditas” de chicos, son alrededor de siete chicos en cada una. Pasan unos minutos y uno de los grupos sube a sus motos y se va. Al ver que los “rivales” se fueron, ellos se retiran de a poco. Hasta que lamentablemente quedan dos, caminan y charlan. No caminan ni media cuadra que ya están rodeados por los chicos con sus motos, quienes se bajan les comienzan a pegar. Una de las “víctimas” logra escapar de ese círculo y comienza a correr por el medio de la calle. Pero la suerte no está de su lado, ya que es seguido por dos de los contrarios. Uno de estos al ver que no puede alcanzarlo atina a patearlo para que tropiece y se caiga; y es lo que pasa. El joven se cae, da un par de vueltas y cuando trata de levantarse para seguir huyendo se “encuentra” con los dos adolescentes…
A pocos metros está la parada del colectivo, y ahí estoy yo. No soy la única espectadora, están mis amigos, conocidos y no sólo jóvenes, también están los hombres alguna vez ya vistos, que preparados para comenzar su día, se van a trabajar, con sus caras lavadas y su ropa impecable. No se puede creer que teniendo esa imagen al frente de sus narices nadie haga nada.
Hasta lo tolero más y grito:- Ayúdenlo, lo están matando. No me importa qué puede llegar a pasar. Mis amigos callándome y los hombres con sus manos en los bolsillos, a causa del frío matutino, dan media vuelta para mirarme a los ojos, entonces comienzo a sentirme sapo de otro pozo, nadie responde a mi pedido, todos son indiferentes, como si nada estuviera pasando.
Luego me acerco a un hombre, ¿no piensa hacer nada?, él sacando su mano del bolsillo para poder bajar el cuello del abrigo, me responde:- si uno se “mete”, sale lastimado también. Sin saber qué decirle retrocedo sorprendida, esa frase se repite una y otra vez dentro de mí.
El joven, luego de haber recibido la golpiza, queda ensangrentado, con toda la ropa destrozada, aparenta tener el brazo dislocado y la mandíbula “rota”. Es rescatado por una pareja que pasa con su moto por la calle del episodio y lo lleva a un hospital de la zona.
Los dos agresores vuelven a buscar sus respectivas motos y se van a toda velocidad, en forma de festejo.
Shockeada me subo al colectivo y en apenas unos pequeños minutos, lamentablemente todo pasa a ser una pequeña anécdota.

Julieta Gualdoni

Otra crónica: el limpiavidrios


Es sábado al mediodía en pleno centro porteño. Las calles están colmadas por los autos, que en su mayoría son de gran valor. Para José, el limpiavidrios, que haya una gran cantidad es una ventaja, pues con ellos se gana la vida.
Mientras espera en la esquina que corte el semáforo, se prende un cigarrillo para sacarse un poco el frío que desde temprano congela la ciudad.
El semáforo se pone en rojo, se agacha, agarra su balde y el limpiavidrios. Se aproxima a los coches.
Un señor mayor al verlo llegar le da una moneda.
-Vení, limpiame el parabrisas y el vidrio de atrás.
Y sin dudarlo, lo hace rápidamente para no desaprovechar ni un segundo del tiempo que tiene.
Otro, acepta de mala gana. Se dirige a la mujer del auto rojo.
- No tengo monedas...
- No importa- le responde él y se lo hace gratis, quizá por el simple hecho de romper el tedio.
Otros, a los que ni se les acerca, hacen como que no lo ven, pero lo vieron desde lejos, con el limpiavidrios en alto y chorreando esa agua un poco sucia, caminando entre los autos, agachándose al hablar hacia las ventanillas.
Se nota que ya es experto en el trato con las personas. Tiene claro que no siempre le toca lidiar con gente amable y simpática. Como con el joven de la camioneta Toyota Hilux, que al verlo acercándose le dice:
- Por qué no aprovechás mejor tu vida y dejás de molestarnos a nosotros, los conductores...
- Mi intención no fue fastidiarlo, don. No se enoje…
- Sí, me enojo ¿y qué?... Mejor que desaparezcas ya de mi vista, a un pobrecito como vos no le conviene tener conflictos con gente como yo- le contestó con furia y soberbia el automovilista.
José se aleja para no entrar en problemas. Se queda inmovilizado en el medio de la calle. ¿Por qué lo tratan así? ¿Por qué en vez de negarse y tratarlo cordialmente, lo insultan, lo denigran, lo humillan? Se le nota la angustia y la bronca.
Pasan los segundos y José sigue así, en ese estado.
Se asoma la luz verde.
Los bocinazos de los conductores que le piden que se corra del medio, que no estorbe, lo hacen salir de ese momento de reflexión.
Vuelve resignado a la esquina. Espera que nuevamente el semáforo cambie a rojo para seguir trabajando a pesar del episodio.
De nuevo el balde, el limpiavidrios y su amabilidad. De nuevo la negación, los autos y la tristeza.

MELISA CONTRATTI

domingo, 10 de junio de 2007

Otra crónica urbana

Un día como cualquier otro por la tarde, a las cinco y cuarto, María se encontraba en su local; hace seis meses que trabaja allí vendiendo alimento para mascotas. Entró una joven, vestida en forma humilde, con la ropa algo rota y sucia; ya varias veces le había comprado comida para su perro. Se acercó al mostrador.
- Buenas tardes – dijo la joven.
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Mire señora quería pedirle un favor, si me podría guardar los documentos y este bolso, porque yo duermo en la glorieta de la plaza entonces corro el riesgo de que me roben, es más, ya me pasó.
- Claro que sí, no hay problema.
La joven le entregó sus pertenencias y se retiró.
Luego otra clienta, una señora mayor con una correa de perro en su mano, se acercó al mostrador y le dijo a María:
- No tiene que ayudar a esa cartonera, esos son todos unos delincuentes.
- No es así, no son todos iguales.
Al instante volvió a entrar la cartonera con una bolsa en la mano.
-Encontré esta bolsa cerca de la puerta del local, seguro que alguien se la olvidó allí.
-Muchas gracias- dijo María.
Y la joven se retiró.
La señora reconoció la bolsa, era suya; la había olvidado al mirar la vidriera. Entonces se la pidió a María, pagó su compra y se fue.

Jésica Sujka