lunes, 28 de mayo de 2007

La última frase

Sé que sigue estando pero que ya no es él. Sé que vuelve a los mismos lugares, que ve a las mismas personas saliendo de la Asamblea, que sigue yendo una y otra vez a las vías del tren, y hasta que intenta repetir su último movimiento. Ya no tiene que tomar tanto coraje como aquel día, pero lo hace igual a sabiendas de que ya nada va a pasar, de que aquello fue sólo esa vez, que nunca va a volver a sentir dolor aunque justamente eso quiera, sentirse vivo una vez más.
Sabe lo que los chicos hicieron el otro día, él estuvo ahí a su lado aunque ellos no lo hayan visto. Se emocionó con ese acto, incluso lloró, o por lo menos lo intentó, dado que ya no brotan lágrimas de sus ojos.
“Si tenés miedo comprate un perro”. No puede dejar de mirar esa frase que ahora se luce en el paso a nivel: desde que la pintaron no pudo separarse de ella. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé.
También sé que desapareció de su rostro aquel dolor indescifrable, aquellos rasgos de demencia que todos conocimos en sus últimos meses. Ya no se ve demacrado y sucio, ya no se ve como un indigente. Ahora simplemente se ve como alguna vez fue, con un rostro suave y limpio de toda expresión esquizofrénica, con una luz recóndita que emerge desde su interior. Ya no está triste, ni tiene esa maraña de pensamientos que no lo dejaban razonar, ahora sólo se limita a ser un espejo de la existencia.
Es evidente que no puede dejar atrás aquel día, nadie puede en realidad. Pero él es el único que sabe cómo se sintió realmente y cómo cada uno de esos sentimientos profundizaba en su herida, como agujas. Ya te dije, no me preguntes cómo es que lo sé, la cuestión es que lo sé.
Se despertó como cualquier día de los últimos once años, entre sus cartones amontonados contra el paredón de la placita, su placita, aunque es verdad que nunca había visto algo que se pareciera menos a una plaza que la que ahora observaban sus ojos todavía cansados. Se levantó, acomodó sus cosas en la esquina del paredón y salió a mendigar por la calle, a tratar de que la gente le diese por lo menos unas monedas para comprar agua. ¿Te dije que desde hacía semanas lo invadía una sed bárbara que no podía aplacar? Dicen que la muerte llega en forma de sed, que te va secando por dentro hasta el final.
En fin, le pidió a diez, a veinte, a treinta personas pero no logró ni diez centavos. Se sentó. Lo que más le molestaba no era no sacar plata, después de todo confiaba en que la sed se le iba a ir, así como siempre se le terminaba yendo el hambre, sino la mirada de las personas. Esos ojos que sin decir ni una palabra lo señalaban, lo criticaban, lo acusaban, lo excluían y lo discriminaban como si fuera su culpa el estar en la calle.
A los minutos pasa una señora, creo que de unos cincuenta o sesenta años, una señora que él, lamentablemente, nunca pudo olvidar, o mejor dicho, los ojos de la señora son los que nunca pudo olvidar. Ya no eran ojos de reprimenda, sino de total terror, como si acabara de ver un fantasma en medio de la avenida Triunvirato. Esos ojos lo hicieron sentir todavía más miserable, al sentimiento de culpabilidad (infundado por años de rechazo), se sumó el de impotencia, no podía hacer nada para que las personas no le tuvieran miedo, así era e iba a ser siempre, ellos nunca iban a entender que no era su culpa el estar en esa situación. Inmediatamente quiso defenderse de alguna forma de esa acusación muda pero significativa. Miró a la mujer a los ojos y de su boca brotaron las palabras: “Si tenés miedo, comprate un perro”. Lo dijo sin pensar, pero instantáneamente se sintió mejor, ya que logró que los ojos de pavor de la señora se desviaran de su cara y que ésta acelerara el paso hasta casi correr en sentido contrario. Durante todo ese día, su último día, a toda persona que él consideraba que lo estaba inculpando con la mirada, le decía lo que en un futuro llegó a ser su frase: “Si tenés miedo, comprate un perro.”
A las ocho de la noche en punto, ya cansado y hambriento, se dirigió a la Asamblea que se encuentra al costado de la estación de Villa Urquiza, la cual se convertía en comedor comunitario de noche. Hizo fila como siempre. No le gustaba mucho ese lugar. Aunque le daban de comer, prefería no tener tanto contacto con las personas. Mientras comía, miraba para todos lados con los ojos desorbitados, pensando que los demás sólo lo estaban mirando a él. Aunque en realidad no fuera así. ¿Te conté que esa noche me tocó servir la comida a mí?
Él no estaba igual que siempre, es decir, siempre lo consideramos medio loco, pero esa noche era la viva imagen de un demente.
En un momento determinado, cuando su atormentada cabeza no resistió más presión, imaginaria presión, fue cuando pasó lo que pasó.
Primero que nada todos escuchamos la campanilla de la estación, anunciando que el tren no estaba lejos, él de repente se paró en su silla, agarró el plato todavía con comida, y lo revoleó por los aires ensuciando a las personas más cercanas. Acto seguido se subió a la mesa y gritó con todas sus fuerzas su frase: “¡Si tenés miedo, comprate un perro!”
Se bajó y se dirigió corriendo hacia la vía. El tren estaba a sólo cuatro pasos cuando se tiró.


Lucía Pinillos

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