“No mires atrás… No mires atrás…” “¡No
llores, ni que lo hubieras hecho vos!” “¡No grites y corré! ¡Dale!”
¿Qué pasó? ¿Cómo fue? ¿Dónde y
por qué? ¿Quién era ese hombre? No lo sé. No me importa. Si pienso me detengo,
y si me detengo muero.
Abrí la puerta de casa. Todo
permanecía en silencio. Asumí que eran alrededor de las cinco de la mañana, o
al menos, antes de las siete.
Pasé por el cuarto de las
nenas para ver cómo dormían. Era reconfortante que alguien en esa casa
estuviera calmado.
Me recosté, el radiodespertador
marcaba las seis y media. Estaba en lo correcto, me quedaban al menos treinta
minutos para ordenar mi mente y serenarme. Las chicas no me podían ver así.
¡Así! Miré mis ropas, sucias de tierra y con rastros de sangre. Y mi cara se
llevaba lo peor, necesitaba encontrar una buena excusa para mi ceja partida.
Sentada en el borde de la cama
me saqué las zapatillas, la remera y el pantalón. Una ducha me ayudaría.
El reflejo en el espejo me
dejó desorientada; me costó reconocer a quién tenía enfrente: esa no era yo, ya
no más. Esposa, madre, hija, hermana, amiga… no me podía reconocer en ellas, en
quienes solía ser.
Luego de salir del baño volví
a mirarme en ese espejo y esta vez no me fue tan difícil reconocerme. Ya en mi
habitación miré la hora. Era tiempo de despertarlas. Me vestí y luego de unos
minutos me dirigí a su pieza y las desperté como siempre lo hago. Les preparé
el desayuno habitual; besé sus cabezas mientras comían y luego sus mejillas
cuando salían por la puerta.
Sola de nuevo, en la intimidad,
comencé a entender lo que había pasado; el robo, el disparo, la huida…
Tenía una razón suficiente,
mis hijas. ¿Acaso ellas no merecían algo mejor? No iban a compartir mi destino.
La próxima lo haré mejor.
Bellotto, Melina Pereyra,
Lucía
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